Han pasado 21 años e intento ponerme en los pies de una niña. No me cuesta mucho, entre que recuerdo algunas cosas y que, sinceramente, sigo siendo como una niña... Además, releo las notas de mi pequeño diario llamado
“Alpes 1997”, me encanta llevar siempre un cuadernito y apuntar sensaciones y curiosidades.
Yo tenía 11 años, mi amiga Yai 12, y estábamos en el Refugio
Vallot, la cabaña de emergencia que hay a unos 400m de la cumbre del Mont Blanc.
Estábamos tumbadas en uno de los colchones, tapadas con una manta rígida y
áspera, no sé si por la suciedad o por el frío. Habíamos comido chocolate,
caducado varios años antes y habíamos dormido un rato con la intención de que
se nos pasara la pájara que teníamos y bajáramos antes de que lo que eran unas
inocentes nubes se convirtieran en una tormenta. Nuestros padres vigilaban la
evolución de nuestro mal de altura.
Sólo cuatro días antes salíamos en coche desde Madrid mis
padres y su amigo Nico, mi amiga Yai y su padre y yo. A medio camino parábamos
a dormir, típico vivac de las áreas de servicio
de Francia y al día siguiente continuábamos hasta Chamonix. Una vez comprobamos
que la previsión era buena para los próximos días, decidimos o más bien
decidieron nuestros padres, nosotras aún éramos pequeñas para tomar decisiones,
que para qué íbamos a perder tiempo si podíamos dormir aquella noche en el
mismo parking del teleférico y comenzar al día siguiente.
Y eso hicimos. Cogimos el primer teleférico y poquito a
poquito llegamos al Refugio de Gouter. No recuerdo el paso de la bolera
especialmente traumático, así que supongo que lo pasamos sin ningún incidente.
Todos se interesaban por nosotras, éramos las más pequeñas
del refugio con diferencia. De mi nueva experiencia en un refugio a esa
altitud, me impresionó el mal olor de las letrinas. De eso me di cuenta más
tarde, cuando al volver a casa y después de que mi madre lavara la ropa, me puse mi
forro Solo Climb rojo y noté que aquel nauseabundo olor seguía en
mi forro favorito. Sin embargo, en aquel momento, cuando entré en las letrinas
no le presté más atención, simplemente contuve el aire para que el olor no me
revolviera aún más el estómago. Es lo que tiene la altura y en general la
montaña, que aprendes a priorizar.
Nos tocó dormir en el anexo, una cabaña sólo con literas.
Suerte que nunca he tenido problemas para dormir, pero por la noche en las
formas que dibujaba la madera en el techo, veía caras, quizás fruto del mal de
altura o quizás fruto de la imaginación de una niña.
Al día siguiente, cuando todavía era de noche y una gran
luna acompañada de multitud de pequeñas estrellas iluminaban el cielo e incluso
el suelo por donde caminábamos, salimos del refugio con la ilusión de llegar a la
cumbre. Pero el punto más alto que alcanzamos fue el refugio de Vallot. Estaba
claro que en esas condiciones y con un cambio de tiempo aproximándose no
podíamos continuar. No nos importó, ni si quiera hoy en día me obsesiona una
cumbre que siempre va a estar ahí. De hecho, al año siguiente, con tan solo 12
años, sí conseguí alcanzar la cumbre del Mont Blanc.
De nuevo en Chamonix, un pueblo tan encantador y con gran tradición alpinista. Me gustaba ver a los caminantes atravesando la calle
principal con sus enormes mochilas y sus piolets. Me gustaba ir a la Maison de
la Montagne a consultar la meteorología. Me gustaba el ambiente. Después de
aquella visita he vuelto a Chamonix en varias ocasiones y aunque se ha convertido en un lugar más turístico y masificado, sigue siendo un sitio especial.
Pero por muy bonito que fuera Chamonix, nuestra aventura no
había terminado y nuestro lugar estaba arriba. El padre de mi amiga ya había
regresado a Madrid y los demás decidimos hacer el Mont Blanc de Tacul, el que
sería nuestro primer cuatromil; para mí, más completo y más técnico que el Mont
Blanc.
Cogimos el primer teleférico a la Aiguille du Midi y bajamos
por la estrechísima arista al plató. Nos aproximamos a la base de la pared y
pronto llegamos a la famosa grieta que la corta de lado a lado que tuvimos que
saltar ya que la encontramos abierta y con una anchura de aproximadamente un
metro. Subimos rápido, estábamos bien aclimatadas del Mont
Blanc, bordeando tremendos seracs de color blanco azulado. Nunca había visto
algo así. Aumentábamos la velocidad cada vez que pasábamos por debajo y es que,
según nos explicaron mis padres, estos bloques de hielo podían desprenderse por
el calor o simplemente porque sí. Al llegar al hombro de arriba, hicimos una
pequeña variante, atacando la cumbre de frente en vez por su parte trasera.
Desde la cumbre, en la que estuvimos solos durante un rato, pudimos ver muchos
picos, el Mont Blanc y sobre todo el Mont Maudit parecían estar tan cerca…
Emocionados con el día tan soleado que estábamos teniendo
comenzamos a bajar, prestando mucha atención a las grietas y a los seracs. De
nuevo saltamos la gran grieta. De repente, un sonido parecido a un trueno nos
alarmó. Sin tener mucho tiempo para pensar empezamos a correr y entendí que no
se trataba de una tormenta. Cuando paramos y miramos atrás, una gran nube de
polvo blanca lo cubría todo. Uno de los gigantes seracs que había pegado a las
rocas de la izquierda se había caído y a mí me pareció que la tierra se rompía allí
mismo. Después de esta experiencia, de la que podremos presumir el resto de
nuestra vida y ya desde la Aiguille de Midi pudimos comprobar las dimensiones
del serac que había caído.
Pocos días después, me reencontré con mis amigos del colegio
y compartimos nuestras vacaciones. Unos habían ido a la playa, otros al pueblo,
todos lo habíamos disfrutado, pero yo tenía la sensación de que había
estado muy alto.